Acatepec, 22 de enero 2009. Sobre una ladera inclinada, en un terreno sinuoso, de senderos estrechos por los que sólo se puede andar a pie, los ancestros de Leopoldo Avilés Santiago instalaron unas cuantas chozas de adobe y declararon fundado el pueblo de El Aguacate, a principios de los setenta.
Los indígenas me’phaa salieron de El Fuereño para formar la nueva comunidad en los márgenes de una rivera que poco a poco se fue quedando sin agua, mientras la gente de El Aguacate se multiplicaba. De acaso unos 100 que llegaron a poblar el altozano, ahora son más de 700.
Ya constituidos como pueblo, tuvieron que pasar 27 años para recibir la primera “gran obra del gobierno federal”: la luz eléctrica. En 2006, unos ingenieros de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) llegaron al pueblo a bordo de potentes camionetas en las que trasportaban una decena de postes de concreto que, con ayuda de los lugareños, enterraron en las brechas flacas que serpentean de choza en choza, las calles sin nombre de este pueblo alejado de La Montaña.
Un año después, la temporada de lluvias llegó con fuerza. Las barrancas adyacentes que bordean a la comunidad se ensancharon y durante una noche de mayo, el jacal de Leopoldo crujió inexplicablemente mientras dormía. Azorados, Leopoldo y su familia corrieron a refugiarse en la intemperie mientras observaban cómo la choza, frágil e indefensa, se desvencijaba con facilidad, al ritmo de la intensa lluvia.
Hoy Leopoldo tiene 61 años y es el principal de la comunidad. La suya, fue la primera choza de El Aguacate que se desplomó y como si se tratara de una “maldición” que llegó al mismo tiempo que la luz eléctrica, decenas de casitas de adobe, la iglesia, el jardín de niños y la primaria, también comenzaron a resquebrajarse.
“Eso no estaba así antes”, dice el principal en atropellado español, señalando con el índice una extensa hendidura sobre la tierra, con más de 400 metros de largo por 20 de profundidad. En octubre del año pasado, a punto de concluir la época de lluvia, todas las familias abandonaron sus casas y desde entonces se refugian, amontonados, en el patio de la comisaría, el edificio que los indígenas hicieron con sus propias manos, al cual le auguran la misma suerte del colapso.
Lejos, muy lejos de la sede oficial de los gobiernos municipal y estatal, los vecinos de El Aguacate llevan meses viviendo a la intemperie y en la zozobra. Durante el día la vida transcurre en aparente tranquilidad, entre el barullo de los niños y las actividades cotidianas de los adultos. Pero a medida que cae la noche, la tensión crece.
“Se empieza a escuchar un ruido, como si viniera un carro, como si se prendiera una bocina, un zumbido que se va haciendo fuerte y como que se alcanza a sentir cómo la grieta se va haciendo grande y las paredes se cuartean. Ya nadie quiere dormir en su casa”, señala la maestra Aurora Neri.
Para llegar hasta aquí, desde la cabecera, hay que andar sobre pendientes sinuosas durante cuatro horas si es que se viaja en camioneta. A pie, que es la manera en que viajan los lugareños porque no hay transporte público, el trayecto hasta Acatepec se prolonga por más de 11 horas. Ni pensar en un viaje a Chilpancingo, que implica muchísimo tiempo y “mucho dinero”, muy difícil de conseguir en este pueblo de desempleados, dedicado a la siembra de jamaica y maíz.
Los vecinos dicen que no sólo están asustados por esta situación, sino también muy molestos por la nula atención que han recibido de las autoridades. El comisario Rutilio Rafael Moral, cuenta en lengua me’phaa con auxilio de un muchacho que se desempeña como intérprete, que en el momento en que observaron que las grietas se propagaban sin cesar en el suelo y viviendas, hace dos años, solicitaron ayuda al anterior presidente municipal, Eudoxio Ramírez, del PRI, para que gestionara su reubicación y le pidieron que acudiera a observar “con sus propios ojos” lo que estaba ocurriendo en la comunidad. “No es de importancia”, les respondió con desdén el alcalde y les advirtió: “no estén espantando a la gente, si no va a pasar nada”.
Desde que el jueves de la semana pasada, el actual alcalde fue a la capital para ofrecer una conferencia de prensa en torno al problema, tres brigadistas de la Secretaría de Salud son las únicas personas del gobierno que han acudido a proveer de alguna atención a los lugareños. No está de menos la presencia de los brigadistas, pues en las condiciones que han tenido que vivir durante casi cuatro meses, los indígenas se exponen a varias enfermedades.
En todo este tiempo, los vecinos no han recibido una sola explicación en torno lo que ocurre en su territorio. El principal Leopoldo, presume que “la maldición” pudo haber sido ocasionada por las perforaciones que hicieron los de la CFE para enterrar los postes, pero lo cierto es que bajo El Aguacate, yace “una falla geológica” que está hundiendo a la comunidad. Fue el “diagnóstico” que les ofreció un experto de la dirección estatal de Protección Civil que acudió apenas hace unos días, estuvo un par de horas y se marchó, no sin antes decirles a los jefes de las 146 familias: “urge su reubicación”. Pero nada más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario