Cuando los discípulos preguntaron a Jesús acerca de quién es el mayor en el reino de los cielos (Mat. 18: 1), Jesús les reprendió, como vemos en el versículo de hoy, con cierta severidad. Los discípulos trataban de averiguar cómo sería su propia grandeza eterna, y Jesús les dijo de forma clara y directa que, a menos que cambiasen, ¡ni si quiera iban a entrar en el reino de los cielos! Obviamente, seguir a Jesús, escuchar sus enseñanzas, y tener una creencia general, no es suficiente. La salvación, o, como dijo Jesús, «entrar al reino de los cielos», implica una completa sumisión y entendimiento de nuestra incapacidad de salvarnos a nosotros mismos. El reino de los cielos no es algo que logremos; es un regalo que debemos recibir de nuestro Padre celestial.
Aquella mañana los discípulos habían perdido de vista la verdadera grandeza que tenían. Pensando en el futuro de gloria personal, habían pasado por alto el hecho de reconocer que estaban en el lugar de mayor prestigio que un ser humano puede tener. Olvidaron que en ese preciso instante en que discutían nimiedades, ya estaban en el lugar que muchos patriarcas y profetas habrían deseado para sí. Los discípulos estaban junto a Jesús, que es el lugar más encumbrado que se puede tener. Tristemente, los discípulos habían apartado su vista de la bendición de estar con Jesús y manifestaban un espíritu similar al del hijo prodigo cuando reclamó a su padre la herencia. Los discípulos querían saber quién de ellos recibiría una herencia más grande y sería el mayor en los cielos.
Dios quiere que aprendamos, como los discípulos, que la verdadera grandeza de un ser humano es estar cerca de Jesús. El mayor anhelo de nuestro Salvador es que nosotros lo busquemos de manera desinteresada.
Una de las cualidades de la mayoría de los niños es que les gusta estar donde están sus padres. Algunas veces me ha tocado hacer algunas tareas de madrugada. Aunque trataba de salir de la casa sin que mi hijo lo notara, él se despertaba, venía corriendo y me decía: «Papi, yo voy contigo». Lo lindo de esto es que mi hijo lo hacía sin ningún interés; él no lo hacía por ganarse la casa que le voy a dejar como herencia; no lo hacía por interés de que le comprara un automóvil; no lo hacía por ganarse un amor más grande que el que tengo por mi hija; lo hacía porque, para él, estar con su padre era siempre lo más emocionante. Decide hoy estar con Dios no por el cielo y las grandezas que te ha prometido. Dile: «Señor, te amo. Mi anhelo más grande es caminar contigo no por interés, sino por el eterno agradecimiento de lo que hiciste por mí en la cruz del Calvario».
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