Dice la carta a los Romanos: “Dios los eligió primero, destinándolos desde entonces a ser como su Hijo y semejantes a él, a fin de que sea él primogénito en medio de numerosos hermanos” (8,29). En el centro está el Hijo, y en comunión con él la humanidad entera, llamada a participar del ser filial de Cristo para constituir de este modo el cuerpo de los hijos de Dios: ”hijos en el Hijo”. Esta es la meta que espera a todos los que se unen a Cristo, prototipo de la nueva humanidad.
En 1 Corintios 15 el apóstol establece una contraposición entre el primer hombre y Cristo, nuevo Adán. Los dos son principio fontal de humanidad. Pero la vieja humanidad ha producido pecado y muerte. La nueva humanidad unida a Cristo reproducirá su imagen de resucitado: “Así como nos parecemos ahora al hombre terrenal, también llevaremos la semejanza del hombre celestial” (15,49).
Pablo no reduce la semejanza con Cristo al futuro último. En 2 Corintios 3,18 sitúa en el presente el cambio de los cristianos que, contemplando la gloria del Señor Jesús, se van transformando en su imagen gloriosa: ”Nos vamos transformando en imagen suya más y más resplandeciente”. Se trata de una realidad actual, inserta en la vida.
En la misma línea se coloca Colosenses 3,9s: “Ustedes se despojaron del hombre viejo y su manera de vivir, para revestirse del hombre nuevo, que el Creador va renovando conforme a su imagen...”
Algo parecido dice Efesios 4,22-24: “Revístanse del hombre nuevo, al que Dios creó a su semejanza, dándole la justicia y la santidad que proceden de la Verdad”. La existencia cristiana consiste toda ella en la transformación profunda del creyente que, de hombre viejo, dominado por las fuerzas del pecado y de la muerte, se convierte en hombre nuevo, a impulsos y a semejanza de Jesús.
El Adán del Génesis era sólo una “figura del que tenía que venir” (Rom 5,15). Los creyentes se convierten entonces en hombres nuevos gracias a una profunda participación bautismal en el ser de Cristo. El resultado final es que, por solidaridad con Jesús, el hombre llega a realizarse como auténtica imagen de Dios.
Ser imagen de Dios en Cristo es al mismo tiempo esperanza y experiencia presente, don acogido y compromiso responsable. Se trata de un camino ya iniciado a través de la experiencia histórica de fe y de amor de los creyentes, pero que esperamos completar llegando a la meta final, ya que Cristo es fiel.
Que Dios los bendiga.
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