La región nos tiene acostumbrados a estar siempre a la espera de un posible conflicto. La tensión –mejor sería hablar en plural– está siempre servida. Cuando saltan chispas en cualquiera de las confrontaciones latentes, cabe temer lo peor. Una de las principales es, por supuesto, la israelo-palestina, en la que todos los árabes se sienten concernidos de una u otra manera y en la que, históricamente, los protagonistas han sido los vecinos del Estado judío.
Pero desde hace ya años, la preocupación acuciante de los árabes reside en las aspiraciones hegemónicas del Irán islámico. Aquí, milenarias fobias étnicas se alían con sectarismos religiosos. Lo último que desean los suníes, mayoritarios casi en exclusiva en la zona, es verse dominados por los herejes chiitas. No menos que católicos y protestantes en el s. XVI.
Esa profunda línea de fractura se superpone sobre el conflicto surgido con la creación del Estado de Israel en 1948. Para los ayatolas persas Jerusalén no ha sido nunca una de sus ciudades sagradas, y Palestina ha sido siempre una tierra muy marginal. Pero tras la revolución jomeinista han asumido como propia la causa antiisraelí precisamente por el enorme impacto que tiene en el mundo suní, y por la oportunidad que les proporciona de conseguir aliados. En primer lugar, el régimen sirio, que ante todo quiere recuperar los altos del Golán y mandar en el Líbano. Luego, los correligionarios chiitas libaneses –hoy, la mayor de las minorías locales–, que quieren llegar a ser la fuerza dominante en su país y encuentran en la causa de la "resistencia" a Israel el principal instrumento de sus aspiraciones. Y finalmente, el Hamás palestino, que a pesar de su fundamentalismo suní, recibe con los brazos abiertos la ayuda que le prestan los otros tres del cuarteto.
Hamás y Hézbola ya provocaron una guerra con Israel por cuenta de Irán, hace ahora cuatro años. La pasada semana parece que quisieron celebrar el aniversario volviendo a las andadas. Entonces había sido el secuestro de soldados israelíes en las fronteras norte y en el sur. Ahora ha sido la simple tala de unos árboles en el lado israelí de la frontera con el Líbano: los disparos corrieron a cargo del ejército libanés, muy controlado por Hezbolá. Y sumado de nuevo a nuevos ataques con misiles desde Gaza.
La lógica alarma ha sido inmediata. De momento no parece haber tenido consecuencias mayores, pero se trata de un recordatorio de lo que puede estallar en cualquier momento. Lo que eleva la temperatura al rojo vivo es que Irán sigue inexorablemente acercándose al arma atómica y que Israel –poco menos que repudiado por Obama– parece más aislado que nunca en el momento en que su mejor amigo en la zona, Turquía, no sólo le vuelva la espalda, sino que lo desafía con la flotilla de radicales islamistas en supuesta misión humanitaria a Gaza, a finales de mayo. No parece un hecho aislado, sino un cambio radical en la política de un gran actor regional que desde la disolución del imperio otomano se había caracterizado por el desprecio a sus vecinos, pero que ahora quiere hacer valer todas sus bazas para convertirse en una actor principal en la zona. Y todo ellos ayudando aparentemente a su gran rival histórico, Persia, a librarse de la presión occidental por la cuestión atómica.
Muy agitado está el patio mediooriental, con temperaturas por encima de lo tolerable.
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