No hay profecía maya que hable sobre 2010 pero, aún así, en sólo 100 días –cumplidos en los primeros días de este mes–, el año en curso atravesó el trimestre con una cifra de catástrofes naturales pocas veces vista. En pérdidas de vida se aproxima, en apenas tres meses, a la cifra récord de muertos por desastres de 2004, cuando se llegó a las 228 mil personas fallecidas. Terremotos de gran escala, inundaciones, aludes de barro y piedras, erupciones volcánicas y olas heladas azotaron la faz de la Tierra dejando un promedio de 2.200 muertos y 545 millones de dólares en pérdidas por día.
Sin ir más lejos, el temor por la fuerza de la Naturaleza se volvió a hacer presente ayer en Chile de la mano de un nuevo temblor que revivió los fantasmas del 27 de febrero pasado, cuando un megasismo terminó con la vida de 452 personas.
De todos los desastres, el sismo del 12 de enero que sacudió Puerto Príncipe fue el más sangriento, colocando la cifra de víctimas fatales en 217 mil y otros miles de desaparecidos que podrían engrosar las fatalidades cuando concluya por completo la remoción de escombros. Desde entonces, una seguidilla de terremotos de más de 6 puntos se sucedieron en distintos puntos del planeta, como Turquía, México y Sumatra. El último de ellos, en la provincia china de Quinghai, dejó un saldo de 2.064 víctimas fatales. Pero aquí también el balance podría trepar aún más ya que más de gran parte de los 12 mil heridos de China todavía permanecen en estado crítico.
¿Por qué la Tierra no da tregua? ¿Se trata de un número inusual de sismos? No para los expertos de la Sociedad Geológica de Estados Unidos que aseguran que no se observa un aumento en la frecuencia de terremotos, sino que ahora se detectan con mayor facilidad. Para esta organización, un cierto número de sismos de entre 7 y 7,9 grados en la escala Ritcher, de peligro moderado, y hasta un megasismo superior a 8 grados, es habitual cada año. Pero el crecimiento de la población y las mayores infraestructuras traen aparejado mayores riesgos de fatalidades, particularmente cuando no se edifica con los correctos sistemas antisísmicos, por negligencia o falta de conocimiento.
Un ejemplo paradigmático es el chileno y el megasismo que sacudió su región centro. Si bien hubo un menor número de muertos que en Haití, los daños estructurales cuadruplicaron los costes del estado caribeño, desatando un alerta sobre la calidad de la urbanización del “milagro chileno” y su falta de regulaciones. En total, los daños fueron cuantificados en 30 mil millones de dólares y el gasto que debieron afrontar las aseguradoras fue el segundo más alto de la historia, sólo superado por el terremoto de California, Estados Unidos, en 1994, según el Instituto de Informaciones de Seguros.
“Hay regiones que experimentan una serie de terremotos encadenados durante un tiempo. Quizás el caso más famoso y estudiado fue la serie en la falla turca en el norte anatoliano, el primero de ellos en 1939 y el último en 1999, cada uno aumentando la presión sobre el siguiente tramo de la falla”, explicó Eric Fielding, geofísico de California. Aún así, los expertos niegan que pueda darse un efecto gatillo entre un sismo en Chile, otro en Haití y un tercero en China, así como tampoco pueden delinearse responsabilidades humanas en los temblores más allá de casos puntuales cuando la actividad petrolera desencandena pequeños movimientos de grado 1 o 2 al aplicar la inyección de agua o vapor en el proceso extractivo.
Sin embargo, sí puede reconocerse la influencia indirecta del hombre en otros desastres, sea en la eliminación de las barreras naturales que podrían minimizar las catástrofes o en el cambio climático, con consecuencia en la denominada “tropicalización” del Sur. Un ejemplo del primero se dio en Río de Janeiro, donde la multiplicación descontrolada de favelas en los morros circundantes a la “Ciudad Maravillosa” erosionaron los suelos debilitando su resistencia a las fuertes lluvias. Así fue que el 1º de enero y el 5 de abril último, aludes de barro y piedras enterraron a cientos de personas.
Tres años atrás, en febrero de 2007, el mundo científico había presentado en París un informe con conclusiones preocupantes que auguraban daños millonarios durante las tres décadas siguientes por culpa del calentamiento global. En Argentina, vaticinaban inundaciones cada vez más caudalosas en las regiones centrales del país, producto de una suba en el nivel de las aguas. Bajo este prisma, los feroces temporales de febrero que abnegaron a media Ciudad de Buenos Aires podrían entenderse como profecías cumplidas.
A la misma causa atribuyen las cada vez más rabiosas olas de frío y calor, los ecologistas que el año pasado inundaron Copenaghue para la Cumbre de Cambio Climático. En los primeros tres meses de 2010, ambos fenómenos cargaron con toda intensidad sobre el hemisferio norte, aislando a las dos terceras partes de Estados Unidos y Europa con muertos y pérdidas económicas, no sólo por la infraestructura dañada sino también por los costes de la obligada parálisis productiva.
Este último factor multiplicó también, en las últimas semanas, el déficit económico del Viejo Continente cuando el volcán islandés Eyjafjallajokull cubrió con sus cenizas el cielo europeo.
Según un informe del Citi Group, las pérdidas por los 7 millones de pasajeros varados ascendieron a 2 mil millones de dólares, entre vuelos cancelados y alojamientos a cargo de las aerolíneas, a lo que se añadieron los costos de la mano de obra parada “de forma muy parecida a como lo hace una huelga”, explicó en un informe el Royal Bank de Escocia.
En total, se trata de una cifra macabra de 220 mil muertos y más de 54 mil millones de dólares en pérdidas materiales. Es la sarcástica forma que encontró la Tierra para retribuir al hombre el daño sufrido
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